Colaboradora: María Luz de Prado Herrera
Aunque todavía no está suficientemente estudiada la presencia de las mujeres en las aulas universitarias es una línea de investigación que ha comenzado a dar sus frutos en los últimos años. Uno de los más interesantes es el que trata de distinguir la condición de mujeres sabias e instruidas con el de pioneras universitarias. Desde el pensamiento medieval abundan las publicaciones que exponen y desarrollan esa relación, pero, ¿realmente ese planteamiento es correcto?
Las mujeres intelectuales han sido hasta el siglo XX una realidad poco visible. La escasez o dificultad para acceder a las fuentes primarias o, simplemente, el desinterés por su consulta, ha propiciado esa confusión a lo largo de los siglos. Sabemos que, antes de que se fundaran las primeras universidades, la élite femenina del momento mostró interés por la cultura institucionalizada. En España sobresalieron mujeres que se incorporaron al canon medieval de escritoras relevantes siguiendo la estela de Hildegard von Bingen o Christine de Pizan, destacada participante en la “querella de las mujeres”. A estas pioneras se sumaron otras, como Laura Cereta, que desde su condición de laicas mostraron una gran inquietud intelectual y propiciaron la ruptura con el estereotipo que asociaba cultura femenina y religión.
Sin embargo, visibilizar a esas mujeres no es tarea fácil. En España no son pocos los autores que hacen referencia a la existencia de escritoras y eruditas, aunque hayan estado silenciadas durante mucho tiempo. Antes del Renacimiento, reinas, nobles y religiosas fueron la élite instruida, transmisora en muchos casos de su sabiduría y creatividad. En tiempos de la conquista destacaron las esposas de reyes a las que se denominó “señoras gobernadoras”, como Berenguela, María de Molina, Constanza y María de Portugal, Juana Manuel de Villena, Leonor de Aragón, Beatriz de Portugal y María de Aragón. Muchas de ellas con un amplio bagaje intelectual que las hizo acreedoras del apelativo de “sabias”, como María de Molina.
Aunque la Universidad de Salamanca ya había comenzado su andadura, la información difundida sobre la relación de esa élite femenina con la institución suscita muchas controversias: ¿formaron parte del alumnado universitario o su contacto fue meramente circunstancial?, tal como apuntan investigaciones recientes. Hasta hace poco, los testimonios que las propias mujeres dejaron plasmados en sus obras, o lo escrito por sus coetáneos, han sido las referencias fundamentales utilizadas por historiadores y escritores.
Es evidente que la entrada del Renacimiento y el Humanismo en nuestro país fueron extraordinariamente fructíferos para la intelectualidad femenina y supuso el primer acercamiento de las mujeres a la universidad. Nobles, como Leonor López de Córdoba y Carrillo, a la que se le atribuye la primera autobiografía que se conoce en lengua castellana, o religiosas, como Teresa de Cartagena, pionera de la escritura mística española en el s. XV, entraron en contacto con el mundo universitario. Es probable que Teresa fuera la primera mujer que pasó por el Estudio salmantino, pues en su obra hace alusión a que se formó en esta institución. Su vida y obra se inscriben en esa coyuntura histórica en la que floreció la escritura femenina a través de distintos géneros literarios, como cartas, sermones, hagiografías y autobiografías espirituales. Así ocurrió también con otras figuras relevantes, como Beatriz de Silva y Meneses, religiosa católica fundadora de la Orden de la Inmaculada Concepción y redactora de las Constituciones o reglamentos de la orden; o Isabel de Villena, abadesa, poeta y prosista, considerada la primera escritora conocida en valenciano y a la que se ha encuadrado dentro del protofeminismo español del siglo XV.
Desde mediados del siglo XV, coincidiendo con la irrupción de la imprenta en Europa, se produjo una notable expansión de la lectoescritura femenina, sobre todo en las estancias conventuales. Sin embargo, fue el Humanismo el que aportó el modelo de mujer laica y culta. En torno a las Cortes de Isabel I de Castilla y María de Aragón, reina de Portugal, se produjo un extraordinario desarrollo intelectual de las mujeres. Desde el reinado de los Reyes Católicos al de Felipe II caló el ideal de la mujer laica culta y experta en saber clásico, convirtiéndose así en un período muy fructífero desde el punto de vista de la intelectualidad femenina. En este contexto surgieron las puellae doctae, educadas dentro del proyecto humanista de dotar a las niñas de una instrucción semejante a las de sus hermanos varones. En la distinción que se ha establecido entre las puellae doctae con y sin obra conservada, destaca la figura de Beatriz Galindo, la Latina. Las últimas publicaciones sobre ella, especialmente la reciente investigación de la profesora Ana Carabias (2019), sirven para desmontar muchas de las afirmaciones publicadas a lo largo de las décadas acerca de su formación académica, pues, aunque no se duda de sus dotes intelectuales y de sus conocimientos de la lengua latina, como dejó escrito Lucio Marineo Sículo, no hay evidencias de su paso como alumna o profesora por la Universidad de Salamanca. Incluso Thérèse Oettel (1935) puso en duda que Beatriz Galindo fuera profesora de latín de la reina Isabel. La investigación de Ana Carabias también cuestiona que Lucía (Luisa) de Medrano, a pesar de tener amplia cultura clásica y notable destreza en el uso del latín, fuera catedrática de la universidad, como ha venido defendiendo desde el siglo XVI la extensa historiográfica al respecto. También Esperabé de Arteaga (1914) señaló que en los Libros de Claustro (1507-1511), que se conservan en el Archivo de Salamanca, no existen o no se han encontrado documentos que hagan referencia a Lucía de Medrano. Thérèse Oettel señaló en sus textos a Juana Contreras, famosa por sus extensos conocimientos y por ser alumna de Lucio Marineo. Tampoco hay evidencia documental de que Francisca de Nebrija, hija del humanista Antonio de Nebrija, le sucediera en la cátedra de Retórica de la Universidad de Alcalá de Henares. También han quedado referencias de otras mujeres importantes, como Isabel de Vergara, hermana de los prestigiosos humanistas Juan y Francisco de Vergara y poseedora de una amplia cultura.
Tampoco se ha corroborado documentalmente que Cecilia Morillas (1539) cursara estudios de Filosofía y Teología, o que Álvara (para otros, Bárbara) (1546) estudiara en la Universidad de Salamanca. Ana Carabias, tras consultar el Libro de Matrículas de 1546-1547 de la Universidad de Salamanca, ha podido comprobar que entre los 5.150 matriculados no figura ninguna mujer. No es posible confirmar que Clara Clistera o Clisterera (1550) ejerciera la medicina en Salamanca, o que Feliciana Enríquez de Guzmán (1570-1647) asistiera vestida de hombre a las clases del Estudio salmantino. A esta élite se unieron mujeres intelectualmente destacadas, como Florencia Pinar (escritora), Magdalena de Bobadilla, Ana de Cervatón (señora de Chucena y dama de honor de la reina Germana de Foix), Ángela de Carlet, Ana Osorio, las dos hijas del Conde de Tendilla, María Pacheco y su hermana la condesa de Monteagudo, Oliva Sabuco de Nantes Barrera, o las escritoras Tecla de Borja, Catalina de Paz, Isabel de Vega, Isabel Mexía, Francisca de Aragón, Marcela Lope de Vega e Isabel Losa. En el siglo XVI, por encima de todas ellas destacaron Teresa de Jesús y su coetánea Luisa Sigea.
Es evidente que en torno a las Cortes de Castilla y Portugal existió una élite femenina culta que puso de manifiesto la capacidad y el interés de un grupo de mujeres por instruirse, independientemente de su procedencia social. Defendieron con sus obras y actos su valía intelectual y su sabiduría para intervenir en los ámbitos sociales, políticos y culturales. Sin embargo, distintas investigaciones desmontan las teorías que aseguran que estas mujeres sabias fueron alumnas universitarias o que llegaron a catedráticas. Algunos autores señalan que, tras la muerte de la reina Isabel, se produjo un ocaso en el desarrollo cultural femenino. El proyecto humanista, coetáneo a la conocida «querella de las mujeres», fue lentamente olvidado.
Thérèsa Oettel se hace eco de lo escrito por distintos autores y señala que en Italia —en una época anterior al Renacimiento— hubo mujeres que no solo estudiaban, sino que también enseñaban, incluso que llegaron a desempeñar cátedras. En Salerno hubo médicas desde muy temprano, o filólogas, como Olimpia Morata (Ferrara, 1526). Fueran o no ciertas estas afirmaciones, las investigaciones realizadas recientemente en España dibujan un panorama distinto. Lo que las fuentes sí demuestran es que, más allá de los espacios cortesanos, fue en el ámbito religioso donde prosperó con mayor amplitud la cultura del libro entre las mujeres. En el siglo XVI, los conventos se configuraron como un espacio favorable a su desarrollo intelectual, y en ellos dejaron constancia de su obra. Algunas, por su relevancia, se relacionaron con ilustres profesores de la Universidad de Salamanca y fueron sus consejeras o consultoras. Los archivos consultados en los conventos de clausura salmantinos así lo atestiguan. En el siglo XVII, el convento de la Purísima Concepción de Salamanca (Franciscas Descalzas) adquirió gran auge social, espiritual y artístico, y eso propició que proliferaran las escritoras (García y de Prado 2006).
A nivel nacional, entre el siglo XVI y XVII, destacaron grandes escritoras, como la poetisa Cristobalina Fernández de Alarcón, María de Zayas, sor Juana Inés de la Cruz o Ana Caro de Mallén. A excepción de las citadas en páginas anteriores, no existen investigaciones que ofrezcan datos sobre las mujeres que pasaron por la Universidad de Salamanca. Tampoco contamos con estudios al respecto sobre el siglo XVIII. En Madrid sobresalió María Isidra Quintina de Guzmán y de la Cerda, conocida como la doctora de Alcalá.
Sí se tiene constancia documental del acceso de las mujeres a la universidad en el último tercio del siglo XIX. Con la Ley Moyano se creará el marco jurídico para la extensión educativa de ambos sexos. A partir de entonces, un pequeño grupo de mujeres despliega, desde el último tercio del siglo XIX, estrategias individuales para conquistar las ciudadelas universitarias. Sortearon las dificultades “oficiales” que vetaban los estudios universitarios y fueron desbrozando un camino jalonado de obstáculos, reticencias, prejuicios, desconfianza y cautelas. Así se convirtieron en “pioneras en un mundo de hombres”.
En resumen, desde la Edad Moderna, una pequeña élite de mujeres hizo ímprobos esfuerzos para cultivarse. No hay duda de que fueran sabias, pero faltan investigaciones que nos confirmen que también fueron alumnas y profesoras universitarias.