Colaboradora: Clara Bejarano Pellicer
El servicio doméstico es un elemento fundamental de la economía urbana que permanece, en buena medida, sumido en la sombra histórica. Los sirvientes han sido objeto tardío de estudio, gracias a la Historia desde abajo. El servicio doméstico en la Edad Moderna afectó especialmente a las mujeres, en particular a las jóvenes, constituyendo un elemento clave de la economía sumergida. El acercamiento al tema, sin embargo, ha sido más desde la perspectiva de género que desde la socioeconómica o cultural.
Estas relaciones contractuales tuvieron lugar en un mundo precapitalista donde el intercambio de servicios, el concepto de familia y la moral eran profundamente diferentes a los de la etapa industrial. Hay que tener en cuenta que bajo este tipo de contratos no sólo se dio un intercambio de servicios domésticos sino también un modelo educativo femenino. Los contratos de servicio y soldada se emitían ante notario en cualquier collación, independientemente del perfil socioeconómico, bajo un formulario bastante uniforme, por lo que las mejores fuentes para conocer el fenómeno son de naturaleza notarial. No obstante, éstas no barren toda la realidad y deben ser complementadas mediante la literatura, el registro judicial y los testamentos.
Los contratos de servicio en su mayoría implicaban a tres personas: la aspirante a criada, su tutor o tutora legal y el amo o la ama en potencia. A veces, la interesada hablaba en nombre propio, sin necesidad de un tutor por ser mayor de edad (cuando menos, mayor de 14 años), pero esto dependía del caso particular. La criada y el señor ya estaban previamente concertados de palabra, habiendo entrado en contacto por cauces desconocidos, no documentados y probablemente informales, en los que las referencias personales desempeñarían un papel significativo. El mercado de los servicios domésticos transgredía las fronteras vecinales e incluso urbanas, habiendo relaciones entre personas de cualquier oficio y de cualquier collación.
Las aspirantes a servidoras aparecen mencionadas por su nombre de pila en un 50%, y la otra mitad también por su apellido de padre o madre. Su extracción social podía ser muy variada dentro del tercer estamento, procedente de cualquier collación, aunque es cierto que la mayoría de sus padres eran iletrados. La edad de las aspirantes podía oscilar entre los 2 años y medio y los 23 años, pero la inmensa mayoría eran adolescentes entre los 11 y los 16 años. La pubertad podría ser el umbral a partir del cual una mujer o un hombre en la sociedad del Antiguo Régimen debía comenzar a ganarse la vida o al menos dejar de gravar la economía doméstica de su familia. Asimismo, podría ser la etapa de la vida en la que la mujer alcanzaba la talla y corpulencia adultas y por lo tanto su productividad comenzaba a ser suficiente para las familias que la recibían como servidora. Pero lo más importante es que durante la adolescencia era cuando las jóvenes necesitaban una formación específica y unas vías de acceso a un deseable futuro: el matrimonio; el contrato de servicio era una fórmula al uso para satisfacer estas necesidades. De hecho, quien concertaba a la muchacha con su señor era su padre, su madre viuda o su curador ad litem cuando era huérfana, siendo una gestión propia de un progenitor la de buscarle una casa en la que desarrollarse en una etapa tan importante de la vida.
El destinatario de sus servicios residía mayoritariamente en zonas céntricas y prósperas de la ciudad y solía ser hombre. Dominaban los miembros del sector institucional y los comerciantes, que formaban parte de la élite de la sociedad en uno u otro sentido, por encima de los artesanos, pero no era necesario pertenecer a la élite ni dedicarse a actividades lucrativas para tener una criada.
El contrato se firmaba para varios años, tenía un valor jurídico vinculante y cualquier infracción en su contenido comprendía penas pecuniarias. Por lo tanto, estaba destinado a regir la vida de la doncella durante un tiempo considerable. La duración media giraba en torno a 7 años, pero se pueden encontrar contratos desde 2 a 20 años. La duración del contrato guarda una estrecha relación con la edad de partida de la doncella. Las más jóvenes solían permanecer más años de servicio y las mayores menos, de forma que muchos de ellos finalizaban la relación cuando la joven contaba con casi 20 años de edad. Los contratos se formalizaban a los pocos días antes de comenzar el servicio, el mismo día o incluso habiendo empezado hacía pocos días. Por el otro lado, la duración del servicio debía de verse aumentada por la recuperación de jornadas laborales que hubieran quedado en demora.
¿Cuáles eran las obligaciones comprendidas? El formulario empleaba invariablemente la misma expresión: “os servirá y a vuestra casa y familia en todo lo que le dixerdes e mandardes que le sea onesto e posible de hazer e bien e fiel e diligentemente”. Por consiguiente, se consagraba enteramente a la obediencia del señor y de un círculo indeterminado de personas que formaban su parentela y poblaban su casa. No tenía un cometido específico, evidentemente se trataba de mano de obra sin especializar. Tampoco existía una limitación en cuanto a horarios, calendario ni espacios, puesto que se trataba de un servicio doméstico interno a tiempo completo. En realidad, no hay que descartar que el trabajo de las mujeres se extendiera del ámbito doméstico al espacio artesanal. En algunos contratos se remarca que servirá “bien e fiel e diligentemente”; en otros incluso se le cede la iniciativa con estas palabras: “e donde en este dicho tiempo la dicha menor biere e supiere vuestro provecho que bos lo llegue y vuestro daño vos lo aparte e si no pudiere vos lo diga e haga saber”. Por lo tanto, de la criada se requiere un servicio más activo que pasivo, una lealtad probada, como si se tratase de un nuevo miembro de la familia.
La firma del contrato de servicio suponía una despedida entre la chica y su familia de origen. No sólo abandonaba el hogar para residir en otro, sino también la familia a la que se circunscribía. A partir de ese momento, sus lazos con sus parientes eran muy laxos. De hecho, su padre dejaba de tener la obligación de dotarla para el matrimonio o la profesión religiosa, responsabilidad que pasaba al señor y cuya cuantía generalmente quedaba prefijada desde el principio. De hecho, uno de los objetivos que perseguía la joven al llevar a cabo el servicio era trabajar para obtener su propia dote. A partir de la firma del contrato de servicio, la muchacha a todos los efectos dejaba de ser una carga para su familia: se había emancipado.
Por su parte, las obligaciones del señor hacia ella comprendían su manutención, ya que se trataba de servicio doméstico interno, su indumentaria, y generalmente el tratamiento en caso de enfermedad. Siempre se añade una gratificación final, que podía ser monetaria o en forma de indumentaria de adulta –nueva y a medida- o ambas. La recompensa monetaria, pagada escalonadamente y calculada según la duración del contrato y el rendimiento que se presumía en la criada en función de su edad, no solía llegar a los 50 ducados. Como dotes, si la familia no las engrosaba con sus propios ahorros, estas recompensas eran extremadamente pobres. Si cualquier artesano podía tener criada, era porque el coste era bastante bajo. La mayoría de las dotes de la época eran más cuantiosas, incluso las de caridad. De hecho, las dotes del hospital de la Misericordia se destinaban en buena medida a criadas y complementaban lo aportado por el señor correspondiente, aspirando a pretendientes poco ambiciosos, artesanos como mucho. Excepcionalmente, algunos contratos de servicio y soldada contemplaron el pago en forma de pasaje a las Indias, para jóvenes que hipotecaban su propia mano de obra durante los años venideros para pagar el pasaje, como una fórmula de emigración para muchachas pobres. Aún más excepcionalmente, alguna criada muy pequeña recibió la promesa de la herencia de una parte de los bienes de sus señores a cambio de permanecer con ellos hasta su emancipación, lo cual viene a ser una adopción encubierta.
En muchos contratos existe una tercera obligación para el señor: la educativa. Los señores se comprometían a dar a la criada una formación, como si de una pupila o una aprendiza se tratase. Muchos de ellos se refieren a una educación básica en sentido moral y social, tal cual sus padres podrían habérsela impartido: “buenas costumbres”, educación religiosa, una capacitación con las labores de aguja, tarea doméstica típicamente femenina, incluso a veces destrezas muy específicas casi técnicas, o algún oficio artesanal femenino como el de “comadre de parir” o tejedora. En ningún caso se da a entender nada relacionado con la instrucción ni la alfabetización, como si eso no formara parte de la educación femenina.
Los criados y especialmente las criadas formaban parte de la casa poblada, esto es, de la familia concebida en sentido amplio. No se trataba de una formación ni una actividad profesionalizante, que definiera a la persona que la recibía. Quien ejercía de criada no tenía una perspectiva de continuar haciéndolo durante toda su vida activa, sino durante un período y una edad más bien concretos. Lo que se perseguía no era un mero suministro de mano de obra que pudiera reponerse al ritmo de las necesidades ni de las preferencias, sino que se trataba de un compromiso destinado a durar y la doncella se aceptaba como se acepta a un nuevo miembro de la familia. No demostraba una actitud capitalista de adquisición de servicios, más bien parecía un acto caritativo, en el que el señor tenía más que perder que ganancias. Si de la doncella se esperaba no una mera mano de obra sino una actitud leal propia de parientes, éste también tenía la obligación de ampararla y protegerla en correspondencia, incluso de educarla y formarla. Se puede pensar que ceder a una hija como criada constituía una fórmula educativa saludable para la formación de una doncella de clase trabajadora. El hecho de salir de la casa paterna para ingresar en otra de mayor status podía ofrecerle oportunidades de integrarse –siempre honestamente- en el mercado matrimonial, entrando en contacto con candidatos e intermediarios que no fueran parientes y que pudieran mejorar su posición social. El servicio se interpretaría como un modelo educativo femenino no gravoso, a la medida y el alcance de los humildes.
No obstante, hay factores que hacen pensar que esta solución, aun teniendo en cuenta todo su valor pedagógico, en muchas ocasiones venía dictada por situaciones de necesidad: la viudedad de padres o madres, los padres que cobran por adelantado, en el momento de formalizar el contrato, el salario que su hija habría de ganar durante el primer tramo de su servicio, mujeres adultas en situaciones precarias que se obligaron como criadas para salvar una amenaza mayor y que hipotecaron su propia mano de obra.
En conclusión, el impacto de este fenómeno no es muy significativo a nivel económico. La mayor consecuencia económica de su contrato era su dote nupcial, que no habrían podido recibir de su propia familia: la institución del servicio doméstico permitía una redistribución social de los recursos. Su principal influencia era ejercida en el campo de lo mental y educativo.