Colaboradora: Milagros León Vegas
El Diccionario de Autoridades de 1726 define «ama» como «La mujer que cría a sus pechos, da leche y sustenta con ella alguna criatura. Viene de la voz hebrea Ama, que significa sustentar».
La realidad histórica que encierra este sencillo vocablo es mucho más compleja. En la actualidad, la lactancia es considerada desde la Antropología no solo como un hecho biológico, sino como una «construcción social» a partir de la conjunción de normas, valores, creencias y condiciones socioculturales cambiantes a lo largo de los siglos. La existencia de nodrizas la encontramos constatada desde las culturas de la Antigua Mesopotamia, pasando por la Grecia Clásica, el Imperio Romano hasta la Edad Media, periodos en los que las mujeres de posición social media-alta confiaban a otras, de menor rango económico, el amamantamiento de su prole, a cambio de una retribución. Esta práctica, exclusiva de la aristocracia, se mantiene durante el Renacimiento y el siglo XVI, para alcanzar a la burguesía en XVII y a las masas populares en el XVIII, a fin de permitir a la madre desarrollar obligaciones sociales y laborales, según el caso. Pese a la amplia difusión de este sistema de crianza, la alta mortalidad infantil animó, a lo largo de la Edad Moderna, a científicos, filósofos, humanistas, médicos, religiosos y políticos de toda Europa a arremeter contra la lactancia asalaria a favor de la benignidad del amamantamiento materno, con un tono moralista dirigido a un colectivo femenino considerado voluble e ignorante. En este sentido y desde la iconografía pueden encontrarse, desde los primeros siglos del cristianismo hasta la prohibición expresa en la época de la Contrarreforma, numerosas representaciones de la Virgen María dando el pecho al niño Jesús como adoctrinamiento sobre la bonanza de la lactancia materna.
En el siglo XVIII, concretamente en Francia, el filósofo Jean Jacques Rousseau, con su obra Emile, ou de l´education(1762), promueve una aplaudida campaña a favor del amamantamiento materno, cuyo eco se dejó sentir en buena parte del territorio europeo durante la centuria ilustrada. En España, el promotor de la puericultura científica fue Jaume Bonells, médico de la casa de Alba. Bajo el patrocinio de la propia duquesa publicó en 1786 su obra, con el descriptivo título de Perjuicios que acarrean al género humano y al Estado las madres que rehúsan criar a sus hijos y medios para contener el abuso de ponerlos en ama. Con independencia de las intensa propaganda difundida en la Europa del Antiguo Régimen a favor de la lactancia materna, la figura del ama asalariada se mantuvo durante todo este período, debido a la amplia demanda. En cuanto a los requerimientos del oficio, a los condicionamientos religiosos —pues desde el siglo XV la Iglesia Católica prohibía que las nodrizas fueran de otro credo—, se unían los fisiológicos de juventud, salud y robustez declinándose, con el tiempo, por parturientas del ámbito rural, al considerar que vivían en un entorno más saludable. Si bien este era el perfil demandado por la Corona, la nobleza y la burguesía, existe otra lactancia mercenaria dedicada a la alimentación de la infancia abandonada en inclusas, confiada a unas mujeres que no se distinguían ni por la calidad de su leche ni la de su sueldo. Hablamos de una lactancia de auxilio que no deja de ser venal. En efecto, no faltaron mujeres a las puertas de las instituciones benéficas a fin de amamantar a un bebé abandonado a cambio de un exiguo suelto, capaz de aliviar las estrecheces familiares. Poco importaba la salud de la criatura, pues si moría había otras muchas para suplantarla. Se trataba, como afirma María del Prado de la Fuente Galán, de «una mercancía tan abundante que resulta escasamente valiosa». En consecuencia, interesa diferenciar dos perfiles de un mismo oficio: las nodrizas dedicadas a prestar sus servicios a familias adineradas y aquellas otras empleadas en la asistencia de la infancia abandonada en las casas-cuna, cuyo reconocimiento social y económico era tan poco estimable como las vidas puestas a su cargo.
Para ejemplificar la remuneración de este oficio femenino nos centraremos en el sistema asistencial de la ciudad de Antequera en el Antiguo Régimen. Desde los inicios del siglo XVI el cuidado de expósitos estaba a cargo de una cofradía de laicos denominada de la Limpia Concepción. En la cuna había un ama de leche permanente, nombrada por el hermano cofrade elegido como padre o veedor de niños. El salario de esta interna se calculaba por jornada y número de criaturas atendidas, percibiendo doce maravedíes diarios por cada una de ellas. Por otra parte, los salarios de las amas externas, cuyo número oscilaba entorno al medio centenar, era de once reales de vellón mensuales. La ineficacia de esta agrupación en sus labores asistenciales, como del resto de asociaciones benéficas de la ciudad, llevó a su extinción y reducción, en 1629, a favor del un solo hospital general de «Santa Ana», al cual quedaba agregada la inclusa. En las constituciones de este nuevo establecimiento se comprueba la existencia y continuidad de una sola ama, la cual debía someterse a un examen médico para comprobar la calidad de su leche. Además, le era asignada la limpieza de la cuna, la crianza de las criaturas, hasta encontrar mujeres para el destete, y la obligación de informar sobre nuevos ingresos al administrador del centro. Por todo ello recibía una retribución mensual de entre dos a tres ducados, más ración de comida, aposento y atención médico-farmacéutica. Un expediente de 1667 nos indica la empleabilidad de veintidós amas externas cuya remuneración ascendía a 282 reales, un cobro tan exiguo como a comienzos de la Edad Moderna. Ese mismo año de 1667 la administración del hospital pasa a manos de la Orden de San Juan de Dios. Durante su gestión siempre hubo una nodriza fija en la cuna, aumentando hasta dos cuando la afluencia de menores era abrumadora llegándose a emplear, en esos casos, la leche de cabra. A cambio de sus prestaciones recibían catorce reales mensuales y tres raciones de carne diarias, mientras las externas, sólo percibían la señalada asignación monetaria, suponiendo en cualquier caso, unos costos muy importantes debido a su elevado número. Este solía oscilar entre treinta y cuarenta mujeres, a veces más, una por cada expósito. Según el inventario de hacienda realizado por el prior del hospital en 1752, treinta y una eran las amas externas, por lo que el monto mensual de pagas ascendía a 434 reales. Como vemos, las condiciones salariales siguen prácticamente inmutables en los siglos XVI, XVII y XVIII, oscilando entre los 11 a 14 reales muy lejos, por ejemplo, de los 20 percibidos por el centenar de mujeres al servicio de la hijuela de Sevilla durante el Antiguo Régimen. En este sentido, es importante resaltar que el sueldo de las amas de cría externas, en cualquier localidad peninsular, era monetario y mensual. Incluso podían reclamar el pago por adelantado y trabajar cuántos meses quisieran, pues muerta una criatura se reponía con otra de las muchas depositadas en el torno. Pocos trabajos de aquellos siglos facilitaban el cobro por anticipado, con la valiosa liquidez aportada a los hogares más humildes. Así, la mayoría de amas de crías antequeranas se adscribía a la parroquia de San Pedro habitada, fundamentalmente, por personas dedicadas a las tareas del campo, convirtiéndose la lactancia de expósitos en una actividad complementaria e imprescindible para la economía familiar. Los servicios de lactancia se prolongaban durante veinte meses, tras los cuales las amas sólo percibirían siete reales mensuales, hasta alcanzar el menor los dos años y medio, momento en el que la orden juandediana debía procurar su prohijación por familias cristianas, o bien asumir la crianza y educación de los mismos a la espera de su mayoría de edad. Sin embargo, la gran mortandad experimentada durante los primeros meses y años de vida reducía el número de adoptados y dependientes del centro asistencial hasta la edad adulta y, por supuesto, abarataba la inversión en la crianza. La casa-cuna de Antequera, fue la única inclusa de toda la comarca y una de las tres de la provincia malagueña, junto con Ronda y Málaga. Villas como Archidona, Teba, Campillos y las poblaciones dependientes de ellas, ante la escasez de mujeres lactantes entre su corto vecindario, remitían a sus expósitos en capachas a Antequera, llevados por un mozo a caballo y una papeleta con la fe del bautismo, sacramento administrado por los curas de cada una de las parroquias de origen.
Muchas criaturas llegaban, al igual que morían. En ese contexto, y dentro de la última década del siglo XVIII, un militar vecino de Antequera, Don Antonio Bilbao, dirige una representación al Consejo de Castilla evidenciando la dramática situación de la inclusa antequerana, extensible a todo el Reino[1]. La denuncia de Antonio Bilbao y su obra Destrucción y conservación de los expósitos. Idea de perfección e este ramo de policía. Modo breve de poblar España y Testamento de Antonio Bilvao (1789), tuvieron un gran impacto en la conciencia social y política de la época, sirviendo de inspiración para la primera legislación española a favor de la infancia abandonada, advirtiendo de la necesaria mejora salarial de las amas y del control de sus servicios para la preservación de estas desdichadas vidas infantiles.
[1]«Representación de Don Antonio Bilbao al Consejo, sobre expósitos, resolución del Consejo, e informes de muchos prelados sobre la situación de los expósitos de su diócesis. 1790», BN, Ms. 11.267/32 (1790).